Sufrimiento, salud mental y vida en la emergencia
Salud mental es aquella dimensión del bienestar fundada en la sensación de que se pueden afrontar actividades o desafíos y en el comportamiento adecuado a las circunstancias. La buena salud mental es experiencia de plenitud y expresión satisfactoria.
La vida humana nunca está exenta de dificultades. No es su ausencia sino la capacidad de afrontarlas lo que significa estar bien.
Cuando se habla de una población o grupo, la dimensión “interior” solamente puede inferirse. Lo que importa es la conducta manifiesta. Independientemente de lo que las personas sientan o piensen, ante una emergencia lo importante es como se comporten. Que respeten las indicaciones sanitarias, no se expongan a riesgos y tengan conductas preventivas.
La percepción de emergencia deriva de varias condiciones. Por ejemplo, la infección viral, cuyos efectos se temen. El confinamiento, la limitación de actividades económicas y sociales, la imposición de prácticas de higiene a veces impracticables agravan el impacto. Las distintas condiciones se potencian y configuran un cuadro complejo. La pandemia (que alude al virus) se convierte en sindemia (que indica la perturbación global de la vida).
Los efectos negativos dependen de muchos factores. En el plano individual influyen el contexto social y económico, la personalidad, los recursos, las enfermedades previas, el apoyo social percibido. Para algunas personas, la sobrevivencia económica es más prioritaria que evitar el contagio. Otras consideran cualquier limitación a sus libertades inaceptable. Algunas, con predisposición a trastornos mentales, verán sus capacidades disminuidas.
Antes de “medicalizar” lo que pasa y ponerle rótulos “técnicos” (diagnósticos) conviene saber que muchas formas de sufrimiento no tienen denominaciones en el catálogo de las patologías. Lo “pático” (el sufrimiento humano) adopta muchas formas. No todas son “patológicas” (enfermedades que requieren intervención médica).
Entender esto es importante. La peor angustia es temer la angustia. Comunicaciones periodísticas de supuestos expertos repiten lo obvio: hay más personas angustiadas, algunas se sienten decaídas, otras temen por la integridad de su capacidad intelectual. Ninguna de estas condiciones es motivo para sobresalto, excepto cuando su intensidad deteriora la vida diaria.
La angustia que se experimenta ante peligros reales o imaginados adopta muchas formas. Puede ser difusa e indiferenciada, con miedo a todo, “flotante”. Puede estar ligada a ciertos pensamientos, como la muerte, a la opinión que otros tienen (vergüenza), a yerros propios del pasado (culpa). Identificar el motivo o la constelación dominante es un ejercicio personal saludable.
Más importante que identificar la forma de angustia predominante es clasificar qué hacen las personas, consciente o inconscientemente, con el sentimiento angustioso.
Algunas lo aplacan mediante actitudes filantrópicas. Ayudan a otros, se presentan voluntariamente a colaborar, ofrecen sus servicios. Por obligación, muchas personas cuyos trabajos son ayudar a otros, sienten que hacen lo correcto.
Otras personas reaccionan con retraimiento y derrotismo. Se aíslan, dejan de participar. Suele llamarse a esto depresión en el lenguaje corriente, pero el lenguaje técnico no emplea este término de manera laxa. El diagnóstico debe ser hecho profesionalmente.
Finalmente, la angustia puede elaborarse como agresividad. Todo es criticable, todo es conspiración. Las autoridades no sirven, la vida es una lucha contra todo.
Es esperable que, en situaciones de confinamiento obligatorio que alteren rutinas y contactos sociales, se experimenten transitorias fallas de atención, desorientación temporal y sensación de incapacidad para realizar algunas tareas.
Este conjunto de manifestaciones -angustia, depresión, alteración cognitiva- afectan la autoestima y producen sufrimiento. La palabra “estrés”, ya asimilada al lenguaje corriente, aunque imprecisa, describe la sensación “interior”. Sus manifestaciones se traducen en abandono de tareas, agresividad o comportamientos inadecuados.
El registro histórico indica que son reacciones humanas universales. La Muerte Negra, que asoló Europa en el siglo XIV, o la Pandemia de 1918-19, que siguió a la Primera Guerra Mundial, y en general todas las epidemias se han caracterizado por reacciones semejantes a las actuales. Las descripciones de antes se aplican a la situación actual, pese a los diferentes recursos económicos y técnicos del siglo XXI.
En la actualidad se recurre menos a la oración y las ayudas espirituales. Sin embargo, parte de los recursos actuales son de naturaleza ritual y en cada comunidad existen. Si en la Edad Media la Iglesia Católica era suprema autoridad y las causas de la epidemia se atribuían a ira divina, hoy se espera de la ciencia y la medicina que provean explicaciones y remedios. Lo que entonces se podía hacer era poco. Hoy también.
Junto a la aceptación de las dificultades, a una evaluación personal de los propios estados y actitudes, a solicitar ayuda cuando sea necesario, la buena salud mental incluye una dosis de esperanza. También de confianza en los otros significativos y en el conocimiento adecuado.
Dr. Fernando Lolas Stepke
Psiquiatra
Director, Interdisciplinary Center for Studies in Bioethics
Universidad de Chile
Muy buena divulgación de las reacciones «normales» que nos está produciendo la peste de este siglo. Y la referencia al cambio en las creencias, deificando la ciencia, para defenderse de la angustia.